miércoles, 17 de diciembre de 2008

Moscú, capital de Rusia

Un libro roto por su uso puede encontrarse en las manos de cualquier persona pobre en Moscú. Es una imagen poética la que puede causar en el turista ignorante de la historia del Imperio. Los libros rotos evocan utilidad, de algo habrá servido al lector… sin embargo parece que la teoría es enemiga de la práctica cuando se trata de lugares donde la justicia está en desuso (o brilla por su ausencia).

Hay un proverbio ruso que dice: "Caer está permitido ¡Levantarse es obligatorio!" La primera imagen que se refleja de los moscovitas al coger el metro de la ciudad es desoladora. Rostros cansados por una dura jornada laboral mal pagada. No parecen personas pobres, parecen desgraciados. Se refleja la injusticia del trabajo de sol a sol por un sueldo de criado.



Da la sensación de encontrarte en una sociedad paternalista que espera que el héroe de la novela salga del libro y acabe con la penuria del día a día. A pesar de eso, se levantan porque es su obligación y porque es una manera de alimentar la dignidad de un pueblo fruto de filósofos empeñados en que la igualdad de las gentes garantiza prosperidad, ¿pero quién controla esa igualdad? El poder coercitivo de Rusia no es ningún secreto.

Lo que hace falta decir es que la amabilidad y la calidez de esas mismas gentes con una privación relativa es lección para cualquier vecino. Moscú abrió sus puertas al resto del mundo en el año 1989. Visitar esta ciudad es ver por una pequeña rendija el pasado de Rusia que es parte imprescindible de la historia mundial del siglo XX. Sus avenidas inmensas y los edificios de hormigón añoran un régimen comunista, en contraste con las ventanas abiertas que enseñan otro mundo no desprovisto también de sus injusticias.



Visitar el Kremlin es observar cierta clase de poder. Te sientes libre de caminar en cualquier dirección hasta que te encuentras con una mirada tras una señal de retroceso. Vigilancia sin vigilante, parece que te hagan pensar que eres libre de hacer cualquier cosa, te tumbas en sus jardines o admiras las catedrales pero no es esa sensación de espacio abierto. Huele a poder y a control. En Moscú me sentí muy turista a pesar de mis expectativas de no conformarme con hacerme la típica foto en la plaza roja. Lo conseguí en momentos de despiste o cuando pasé una tarde entera en la 3ª plaza más grande del mundo. Pasa tanta gente de tantos lugares que hay momentos en los que tienes la sensación de que eres de allí, los demás son turistas y tú no.

En la Plaza Roja (Красная площадь) se encuentra la catedral de San Basilio con su característica imagen de caramelos de Semana Santa. Enfrente, a 1 km está el Museo de Historia; impecable e indudablemente es de chocolate. La fachada del museo no puede recordar a otra cosa que no sea una tableta gigante. A un lateral está el mausoleo de Lenin, sobrio y callado como si estuviera muerto… su presencia en monumentos y estatuas lo reviven en el paisaje antiguo que sucumbe la ciudad. Al otro lado, enfrentándose al mausoleo comunista, los centros comerciales GUM, las tiendas más elitistas de Moscú sacándole la lengua al dictador.

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